Esa soy yo, la que un día se cansó de ser dulce, la que no soportó dar sonrisas a quienes la trataban con la punta del pie. Soy la mala esposa, a la que no le importa ni un poquito tu opinión, porque me ha costado la vida entera ponerme de pie después de tantas caídas. Por esto mucha gente me odia, me juzga con la mirada, pero irónicamente al mismo tiempo me envidia.
Te digo algo, no me enoja, porque yo estuve ahí. Yo también fui esa mujer que criticaba a otras, porque no cumplían con las expectativas de los demás. También dije que eran frías, insensibles, cada vez que las veía ponerse en primer lugar. ¿Cómo? Si una mujer, una madre, tiene que estar ahí al pie del cañón, dándolo todo. ¿Quién dijo? Se han atrevido a delimitar lo que puedes y no hacer, sin darse cuenta de que hieren corazones para toda la vida.
Me recuerdo ahí, tan triste, pero forzándome a mantenerme sonriente para que los demás no dijeran nada. Me duele, porque fui la que aprovechaba ese momento, cuando lavaba los trastes para soltar una que otra lágrima. Me aguanté tanto que me olvidé de mi misma y eso me fue haciendo cada vez más pequeña. Un mueble más, alguien que vivía a las faldas de un hombre que jamás demostró tener las agallas suficientes para tenerme a su lado.
Soy la mala esposa, porque decidí hundirme en el fondo de mi depresión y escarbar tan hondo hasta encontrar el último resto de mi amor propio. Ahí me repetí una y otra vez, que no me volvería a ver tan rota, tan dependiente y sola. Sí, estaba sola, incluso en medio de lo caótico, rodeada de gente y con un acompañante en la cama. Sin embargo, estaba sola, siempre lo estuve.
La gente me juzga porque ya no quiero ser la que calla ni la que se conforma. Se me queda mirando como si fuera una extraña especie que decidió dejar de ser esa muñeca de trapo. Y qué más da si dicen que soy una fresca, que lo digan y fuerte. A fin de cuentas amo cuando mantienen su palabra y no andan hablando tras las espaldas. Si ser una fresca y libertina, es sinónimo de abrazar mi dignidad. Lo soy y no me da miedo gritarlo.
No me malinterpretes, me gusta mi hogar. Amo cuando me pierdo en la limpieza y mi espacio queda reluciente. Mientras voy quitando cada mancha, también se van algunas heridas emocionales. Sin duda, es de mis terapias favoritas, pero ya no voy a estar las 24 horas esperando que alguien deje algo fuera de su sitio para arreglarlo. Me niego a ser la que se la pasa limpiando y fregando, mientras el alma se le va.
Soy mala esposa porque no me da miedo decirle a mi esposo que las tareas en el hogar son para compartir. Ya no estoy para ser la rescatadora de ningún hombre. La gente me odia porque no concibe que ponga el carmín que llevo en los labios antes que a mi esposo o mis hijos. Se atreven a decir que no los amo, sólo porque me amo más a mí y me quiero ver guapa.
Si supieran cuánto me costó dar ese paso. No tienen ni idea de las tantas veces que me dije que no. Y es que aterra, lo desconocido te carcome los pensamientos y te sacude el corazón. Sin embargo, me armé de valor y mi vida ya no volvió a ser la misma. Decidí soltar ese papel de esposa abnegada, para quedarme con el de la esposa amada.
Si tú estás leyendo esto y te sientes triste, humillada y sola. Déjame decirte que no lo estás, son muchas más las que están atrapadas entre cuatro paredes. Sin embargo, necesitas volver a ti, a tus raíces, tomar fuerza desde tus sombras y decir lo que realmente te hace feliz.
La gente, esa, siempre va a decir un montón de cosas, no te centres en darle gusto a nadie, porque ahí se te pueden ir los años. Quédate con quienes te den vida y te motiven a seguir andando. A veces, las que son juzgadas de malas son las más bondadosas y son tan felices que despiertan envidia. En realidad es toda esa frustración que llevan acumulando por años y que sienten que no volverán a ser ellas. Las mujeres que fueron antes de convertirse en las que llaman buenas esposas.
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